En las agrestes y ventosas colinas del Algarve, en el suroeste de Portugal, enclavado entre el océano Atlántico y el Parque Natural de la Costa Vicentina, se encuentra un pueblo con una historia única: una historia de renovación, no de finales. Aldeia da Pedralva, antaño un punto descolorido en el mapa, es hoy un testimonio del poder silencioso de la resiliencia, la visión y el anhelo de reconectar con una vida más pausada y plena.
Pedralva, que en su día albergó a más de 100 habitantes, prosperó como comunidad agrícola rural. Era un lugar de trabajo duro y alegrías sencillas: pequeñas casas de piedra, senderos polvorientos y vecinos que se conocían por su nombre. Pero, como tantos pueblos del sur de Europa a finales del siglo XX, comenzó a vaciarse. Las generaciones más jóvenes se marcharon en busca de comodidades modernas y oportunidades urbanas. Los techos se derrumbaron. Las puertas se cerraron de golpe. Los jardines crecieron descontroladamente. El otrora vibrante pueblo quedó en silencio.
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